Reflexiones cuando baja la marea
- Movimiento Cine
- 26 ene
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En Uruguay se realizó el año pasado la segunda versión de CineMarea, un campamento itinerante de cine. Está inspirado en Cinemadamare, que es, a su vez, un encuentro anual en Italia de cineastas del mundo para producir la mayor cantidad posible de cortos en caliente. Las creadoras de la versión uruguaya —Belén Ballesteros, Vanesa Guala y Lucía Fraga— participaron de uno de los encuentros de Cinemadamare y decidieron replicarlo en su país. En esta ocasión, alrededor de cuarenta participantes visitaron cuatro localidades durante cuatro semanas. Se realizaron en tiempo récord decenas de cortometrajes, tanto de ficción como de no ficción. Camilo De fex, uno de los integrantes de Movimiento, participó de esta segunda versión realizada entre noviembre y diciembre de 2024 y quería relatar su experiencia en este particular espacio de creación cinematográfica en Latinoamérica.

Algunas experiencias crean temporalidades atípicas que no se corresponden con los ciclos de la cotidianidad. Sé que estuve en CineMarea durante dos semanas, pero en el recuerdo me parece que fue mucho más, o que ese tiempo se vivió de otra manera. Debido a mis obligaciones laborales, llegué a Uruguay para la tercera semana de CineMarea, cuando ya la residencia iba por la mitad. Viajé desde Montevideo hasta el balneario de Aguas Dulces junto a Samantha Proaño, una realizadora ecuatoriana que estaba igual de perdida que yo. Ella tampoco había participado desde el principio por la misma triste razón: trabajo, y no sabíamos muy bien qué esperar.
Llegamos de noche a una terminal de transportes que apenas era una caseta semi abandonada. Por poco dejo mi mochila en el maletero del bus, pero cuando estaba a punto de irse, Sami me hizo caer en cuenta y pude rescatarlo. Aunque recién nos conocíamos, ella se burló de frente por lo agüevado que había sido al dejar la mochila en el maletero. Las semanas siguientes no perdería ocasión de contarle esta historia a todas las personas que conocíamos, para demostrar su tesis de que yo no era un colombiano de verdad.
En la oscuridad del pequeño poblado, mientras caminábamos por las calles destapadas guiados por Google Maps, nos topamos con cuatro de los cuarenta integrantes del campamento audiovisual. Los extraños nos llevaron hasta las cabañas mientras nombraban personas que desconocíamos y recordaban cosas que habían sucedido en Atlántida, la locación anterior. Tuve la impresión en ese momento de que iba a ser difícil encajar; sentí que todos los vínculos posibles se habían forjado ya durante las semanas anteriores.
Los rostros de nuestros guías se hicieron visibles cuando entramos a una de las cabañas en donde estaban alojados los participantes. El acento peruano, venezolano, uruguayo, mexicano, ecuatoriano, paraguayo y el mío, colombiano, se entrelazaron en la charla ligera y protocolaria. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? ¿Qué rol tienen? Mientras charlábamos y nos conocíamos, la handycam de Sami pasaba de mano en mano y registraba ese encuentro que también era una despedida. Boom, unx chiqux ecuatorianx, regresaba al día siguiente a Quito. Para celebrar el cruce de caminos —las encrucijadas siempre son espacios para la fiesta—, nos tomamos una botella de viche que yo había llevado de Colombia y Maria Laura, una de las directoras más prolíficas del campamento, nos hizo arepas venezolanas. Así fue mi primera noche como parte de este entramado de nacionalidades, oficios y vidas, que durante los días siguientes reconocería como un organismo migratorio compuesto por directores, sonidistas, directores de foto, actores, actrices, productores y guionistas. Sami y yo nos acabábamos de unir a una especie de circo audiovisual y la sensación, al menos en mi caso, es que estábamos huyendo de nuestras responsabilidades laborales en esa caravana.

Al día siguiente participé de mi primera reunión de producción, eje central de la metodología de realización que han implementado las creadoras de CineMarea. Esta reunión se realiza el día después de llegar a una nueva locación. Durante el encuentro, cada persona que desea realizar un cortometraje expone su idea o su búsqueda, enuncia con qué equipos y talentos cuenta, y si necesita algo extra que pueda ser facilitado por el equipo de CineMarea o por algún otro participante.
Esa vez en Aguas Dulces se plantearon más de veinte cortometrajes y, para ser sincero, me pareció demencial. Sin embargo, me ofrecí a ayudar con algunos guiones de los proyectos de ficción que se realizarían y en ello se me fue gran parte del tiempo y de la energía durante los primeros días. De todas maneras la sensación de trabajar en caliente y sobre proyectos ajenos me pareció estimulante, y el agotamiento no se sintió si no hasta el final, en Montevideo.
Durante la primera mitad de la semana el ritmo se hizo frenético. Los equipos conformados salieron a hacer scouting en Aguas Dulces, a conseguir actores entre la comunidad o entre los participantes de CineMarea y a rodar, por supuesto. El pulso acelerado del organismo se te mete bajo la piel y es inevitable ponerse un poco en modo frenético también. Esa primera semana vi planteos ortodoxos de producción, casi siempre asociados a la ficción pura y dura, y otros esquemas mucho más descontracturados y experimentales, casi siempre de proyectos híbridos o de no ficción. Fue curioso que como guionista me sintiera mucho más atraído, precisamente, por los proyectos de no ficción. Esa primera semana se renovó en mí el interés que siempre he sentido, también, por las literaturas expandidas, por el video ensayo, por la videopoesía y por la video correspondencia.
Mientras la semana de producción en Aguas Dulces avanzaba en sus distintas fases, pude conocer a algunos de los participantes. Me sentí atraído por la visión de Rodrigo Baeza, un joven realizador chileno cuya obra se mueve entre la ficción weird y el cine experimental; por la voz particular de Luis Eduardo Rodríguez Farjeat, cuya fortaleza es el video ensayo y los formatos virales; por el ojo afilado de Flaminia Trapani, a quien conocí al principio por su labor como Directora de fotografía y luego como autora; por la nitidez autoficcional de la obra multimedia de Sara Quintana Felitas y por la sensibilidad visual de Sami, cuyos videopoemas me gustaron desde que intercambiamos nuestros arrobas y pude chusmear un poco su obra en Instagram.
En Aguas Dulces, además de asesorar guiones, actué, caminé, nadé, encontré almejas en la laguna de Los Briozzos (que luego comimos en el campamento sin morir en el intento) y también co-produje un videopoema con Sami. La metodología para realizar nuestra pieza fue sencilla: convocamos a un taller de escritura en la biblioteca comunitaria de Aguas Dulces y, con los textos resultantes, creamos un voice over collage que acompañamos con imágenes del océano, ya que el tema era la Memoria del Mar. Al taller llegaron pocas personas, pero bastante particulares e interesadas en la escritura. Asistieron un mochilero adicto a la pasta base recién salido de la cárcel, una señora mística que aseguraba haber conocido el verdadero significado del amor recientemente, cuando su hijo murió; una de las encargadas de la biblioteca que añoraba regresar a su ciudad natal, Mendoza, y un niño bastante inteligente y curioso. El resultado, lejano a sentirlo autoralmente mío o de Sami, fue muy bien recibido en la exhibición. Supongo que fue así por lo cercano que se sintió para los espectadores, en su mayoría habitantes de Aguas Dulces.

Precisamente el momento de la exhibición fue el más narcótico de todos. Después de las extenuantes jornadas de rodaje y montaje, llegó por fin el momento de mostrar los juguetitos que habían fabricado los participantes en tan poco tiempo. Cuando hubo terminado la exhibición, la adrenalina le dio paso a la serotonina y todo se hizo fiesta y celebración. De los cortometrajes resultantes en Aguas Dulces, quisiera resaltar algunos que me volaron la cabeza. Uno sin título de Natalia López, Ana Azkona y Luis Farjeat me encantó porque le daba la posibilidad al espectador de que participara del formato. Apenas arrancaba, el corto le proponía al espectador que lo mirara a través de su mano formando la horma de un catalejo y esto completaba las intenciones narrativas de la pieza. El de Rodrigo Baeza, una especie de video correspondencia ficcional y en coro, me gustó en especial por el efecto onírico y ondulante de la técnica usada. Además, la interpretación de los voice overs y el texto interpretado hacían que se sintiera como cine (inserte emoji de alguien fumando). El video ensayo inconcluso de Erick Gruner me permitió identificar el tono que deseo para mis obras de literatura expandida, un tono sincero y directo que no duda en usar el método de la doble exposición tan ampliamente trabajado por Philip Lopate. La piececita de terror humorístico del director búlgaro Jordan Mihailovsky, disfrazado de mockumentary, no sólo me hizo reír un montón, sino que también me produjo un espanto incómodo. Pero el corto que más me gustó, y al público en general, fue uno documental realizado por los hermanos Marcus y Peper Garcés. Se titula Showtime, y es el retrato de un personaje muy particular de Aguas Dulces: plomero, pizzero, imitador de Freddy Mercury, tallador de madera, pero, más que nada, histrión. Durante la proyección, el personaje estaba sentado a mi lado y no dejaba de reírse con sus propias payasadas. Admito que en algún momento pensé que Marcus y Peper se estaban burlando de él, pero en realidad queda claro en el documental que es él quien se burla de sí mismo desde una posición de claro culto al ridículo. Me reí mucho viendo Showtime la primera vez, pero la segunda, durante la exhibición final en Montevideo, este cortometraje me hizo sentir una tristeza difícil de ubicar en el pantone emocional.
Nos despedimos de Aguas Dulces todavía enguayabados (con resaca). En el bus rumbo a Piriápolis, la siguiente locación, sentí lo mismo que durante las excursiones del colegio: una especie de emoción asustada. Llegamos a la UTU (Universidad del Trabajo del Uruguay) de Arrayanes, a unos treinta minutos del balneario de Piriápolis, a eso del mediodía. Nos acomodamos esta vez en las habitaciones de la residencia estudiantil. Las chicas del staff nos informaron que esa semana los cuarenta participantes compartiríamos espacios comunes, como baños y cocina, y nuestros cuerpos estarían más cerca que en Aguas Dulces, en donde estábamos separados en cabañas. Para alguien que se cansa del contacto social con facilidad, la estadía en Arrayanes fue extenuante y difícil. Esta semana se sumaron algunas estudiantes y egresadas de la UTU, quienes me sorprendieron por su increíble nivel técnico y creativo, además de su amabilidad, que ahora me parece característica de las personas en situación de urguayeidad.
La dinámica se repitió en esencia: hicimos una reunión de producción, se armaron los grupos de trabajo y comenzó el juego. Esta vez tuvimos una master class con Martín Rejtman. El director argentino habló sobre su proceso personal de creación y algunos insights en la realización de Silvia Prietto. Antes de la master class, me duché en uno de los baños públicos de la UTU y dejé la toalla lejos de mi alcance. A punto de salir desnudo a buscarla, escuché que alguien vaciaba uno de los baños. Le pedí a esa persona que me alcanzara la toalla, si era tan amable, y lo hizo con gusto. Era Martín Rejtman. Así nos convertimos en una anécdota el uno del otro, supongo.

Durante la semana en Piriápolis participé en algunos cortos desde la producción, volví a asesorar guiones e intenté rodar un corto de ficción que no pude terminar por falta de montajista y de tiempo. Hice, entonces, un videoensayo sobre la dificultad que siempre me ha dado hacer cine. El texto me lo ayudó a montar Sara, quien es expertx en este tipo de formatos. De hecho, uno de los cortos que más me gustó de esta semana en Piriápolis fue el suyo, por la sencillez y honestidad de la pieza. Siento que ellx me enseñó justamente a encontrar una voz que no se esconde, que no encubre lo que verdaderamente desea expresar. A veces es difícil hablar sin convertirse en un impostor.
La proyección de esa semana en la UTU también estuvo increíble. Para no extenderme, resaltaré más que nada el ejercicio de dirección de Nanrisa Lee. Su búsqueda, más didáctica que autoral, era dirigir una escena de acción. Quería probarse en el arte de la coreografía y del montaje milimétrico. Nanrisa es una actriz profesional radicada en Los Ángeles y durante el campamento actuó en decenas de cortos, pero esa última semana decidió dirigir por segunda vez y en solitario. El resultado, para haber sido rodado y montado por ella en apenas una semana, me sorprendió bastante.
Los últimos días en Montevideo, antes de la proyección final, estuvieron inscritos en el marco de múltiples adioses. Caminé la ciudad lo más que pude, muchas veces con mi mochila de viajero a cuestas. Conocí a otros participantes del campamento, pero esta vez en nuestros roles acostumbrados, por fuera de la casa estudio en la que se había convertido, al final, la UTU de Arrayanes. Asistí a la master class con Paulo Carneiro y obtuve algunas perspectivas nuevas frente al diseño sonoro y el tratamiento de la imagen. Me alegró, más que nada, cruzar algunas palabras con Guille, un joven actor uruguayo apasionado por la literatura, con quien pude hablar de otras cosas que no eran cine. También pude charlar un poco más con Tiago, un chico paraguayo de 22 años que es en sí un personaje al que solamente le hace falta una serie para protagonizar. De la fiesta de clausura de Cine Marea me escapé, en parte para evitar las despedidas que se estaban haciendo ya excesivas, pero también para mantener viva una vieja y odiosa costumbre: la de lanzar bombas de humo.

En el lento fade out del buque bus rumbo a Buenos Aires, traté de recapitular todo lo que había sucedido esas dos semanas en CineMarea, pero no supe por dónde agarrar la experiencia. Los días recientes todavía parecían vivos e indomables, así ya estuvieran en ese territorio muerto al que llamamos “pasado”. Como no podía quedarme quieto en las sillas del buque bus, con todos esos recuerdos bailándome en la cabeza, salí a la cubierta del barco medio alelado y observé durante largos minutos las aguas oscuras del Río de la Plata. Sin pensarlo mucho, casi como un acto reflejo, saqué el celular e hice lo que me pareció natural, lo que había hecho durante las últimas semanas: grabé lo que tenía al frente. Eso fue lo único que me pudo calmar.

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